La mezquindad y el odio de una buena parte de la clase política, de los gremios y los superricos, dueños de los medios de comunicación, se puede observar en sus posturas ante el gobierno del presidente Gustavo Petro. Dichas actitudes se resaltan con ahínco, toda vez que buscan los instrumentos posibles para torpedear las propuestas de un conjunto de reformas que, por su extracción social, resultan incómodas. Las reformas buscan cosas, también, como favorecer a los sectores más deprimidos de la sociedad, y atacan las causas estructurales de la inequidad, en uno de los países con mayor desigualdad. La tierra, la vivienda, el trabajo con salarios justos y los derechos a la salud y la pensión, hacen parte de la política social que busca desactivar la violencia que en zonas urbanas privilegiadas ha vivido ausente, y por tanto presente, latente y silenciada en los territorios abandonados tradicionalmente por el Estado, de quienes han sufrido los efectos de la guerra: el desalojo, la desaparición y la muerte.
El más reciente evento contra reformista en el Congreso es muestra de mezquindad, y de la incapacidad de controvertir, a partir de argumentos, los contenidos mismos del presupuesto, o de la llamada Ley de financiamiento. Su estrategia es la retirada del recinto para romper el quorum. En dos años de gobierno, es la constante de la oposición: bloquear la posibilidad de avanzar en la política social, en la reactivación económica y en el fortalecimiento de un Estado social de derecho. Bloquear, si es menester, pues persisten formas combinadas del desdén y la demora: dilación pública de los fines sociales de la paz, desmérito de los propósitos reformistas, desvío de atención hacia escándalos inventados o de turno, destrucción de cualquier forma de debate y distribución de noticias falsas sobre coyunturas, especialmente las económicas y las fiscales.
En este contexto, se abre la caja de Pandora del gobierno anterior, pues surgen nuevas denuncias y escalan a estrados judiciales. Están los ademanes del robo a la salud por parte de las entidades promotoras de salud (EPS), pues se robaron casi nueve billones de pesos, proceso denunciado por la Contraloría General de la República. Así mismo, se “perdieron” doce billones de pesos de los recursos del sistema general de regalías, y otros tantos billones de los recursos, producto de préstamos a corto plazo, para mitigar los impactos de la pandemia. Recursos que fueron a caer a los bolsillos de siempre, de los que han esquilmado los recursos públicos, empobreciendo y profundizando la inequidad de amplios sectores de la población. La inequidad es la raíz de los problemas sociales que vive –y ha vivido– Colombia.
En economía, en el mes de julio, el indicador de seguimiento de la economía (ISE) tuvo un crecimiento anual de 3.68 %. Este crecimiento muestra que el ciclo de la producción está superando la amenaza de recesión. En agosto, la inflación fue de 0 %, y se tienen indicadores sociales que demuestran la reducción de la pobreza y la creación de empleo. La economía va por un camino atendido y racional.
La esperanza y los sueños vienen creciendo en los territorios. Los campesinos, los indígenas, las negritudes, los más de dos millones de viejos, las madres cabeza de familia y los trabajadores urbanos, vienen sintiendo en la piel la mano amiga de un gobierno que conoce sus realidades y les brinda posibilidades para reconstruir su vida, y así poder definir su propio destino. Infraestructura, salud, educación, tierras, trabajo, son apenas metas dispuestas para generar nuevas dinámicas económicas y sociales en los territorios, sacándolos de su destino inmerso en la violencia. Políticas públicas racionales y equitativas que ofrecen la justicia social, conforman una propuesta que busca acabar con la desigualdad y hacer de Colombia un territorio para la vida.
Equidad, justicia social o descentralización, son palabras que conflictúan con fuerza con el enriquecimiento concentrado, la impunidad y la coerción sectorial de las partes involucradas en el reclamo y la disputa de los propósitos del gobierno. Y si la gente –el pueblo raizal y diverso, a reparar en un sentido humano e histórico en lo estructural del Estado– existe en medio de miradas huidizas y actitudes mendaces, lo hace por costumbres culturales que, en situaciones perentorias de restructuración del quehacer político del aparato estatal, anhelan que no sea muy tarde, que no sea muy lejano el tiempo en que los días puedan ser mañana y, entre la ejecución de reformas y el alcance de los impactos sociales, tengan su comienzo necesario: dejar de ser ayer. En el ayer, para el gobierno y para muchos sectores del país, debe quedar lo que bien se lo merece: el odio, la mezquindad, la violencia y el miedo. Esta sensación crece ante el espectáculo irrisorio y nauseabundo de los desaires al compromiso estatal del cambio.